viernes, 27 de noviembre de 2009

¿POR QUÉ DECIMOS QUE EL JUDAÍSMO MESIÁNICO ES CRISTIANISMO? Tercer y última parte

3. La autoridad de las Escrituras

Tal vez a muchos les sorprenda, pero el concepto de “Biblia” no es igual para el judaísmo que para el cristianismo (y no me estoy refiriendo a que los segundos consideran al Nuevo Testamento como Escritura Sagrada; ese detalle sólo alteraría el número de libros, pero no el concepto de Colección Oficialmente Reconocida como Texto Sagrado).
Para el judaísmo tradicional, el proceso de escritura de textos vinculados con lo Sagrado representa un proceso de 30 siglos, desde que Moisés entregó la Torá hasta la redacción del Shulján Aruj, de Yosef Caro (1557).
Podemos dividir los textos elaborados en ese período en diferentes secciones o etapas:
1. Torá: son los cinco libros de Moisés, y la base de todo. Desde la perspectiva tradicional, no son libros ideados por Moisés, sino la misma Palabra Divina entregada por Moisés al pueblo de Israel.
2. Neviim: son los libros de los Profetas de la Biblia Hebrea, pero no tienen el mismo rango de autoridad que la Torá, porque son textos divinamente inspirados, pero no Palabra de D-os directa.
3. Ketuviim: (literalmente, Escritos) son el resto de la literatura de la Biblia Hebrea, que incluye lo mismo la literatura Sapiencial que al libro de Daniel (no considerado como profético por el judaísmo).
Hasta este punto llega la Biblia Hebrea, conocida como Tanaj por las iniciales de cada sección (Torá-Neviim-Ketuvim). Según la tradición judía más purista, los textos que conforman el Tanaj estuvieron concluidos hacia el siglo IV AEC. Sin embargo, hoy se acepta que algunos libros son más tardíos (Daniel, Esther, Kohelet o Eclesiastés y el Cantar de los Cantares), y el Tanaj sólo estuvo completo hasta el siglo II AEC, aunque definitivamente integrado hasta finales del siglo I EC (fue hacia el año 90 que se aceptó la inclusión de Esther y el Cantar de los Cantares).
A partir del siglo III AEC se desarrollaron dos vertientes diferentes de escritura en el judaísmo (si hubo más, no existen evidencias documentales): la Farisea y la Esenia-Qumranita. De la primera surgió lo que hoy conocemos como Talmud; de la segunda, los llamados Rollos del Mar Muerto.
Estos últimos textos, recuperados en las zonas aledañas a Qumrán, son el registro de las creencias y expectativas, así como del modo en el que interpretaban los textos de la Torá y de los Profetas, de una secta que desapareció en el marco de la guerra contra Roma (66-73 EC). Por ello, tenemos dos grandes dificultades para poder aclarar el contenido y significado de esta colección de casi 1000 libros diferentes, muchos de ellos desconocidos hasta el siglo XX: en primer lugar, la mayoría sólo nos ha llegado en un estado fragmentario y deteriorado; en segundo, el hecho de que no hubiese continuidad para la secta Esenia impidió que se conservasen —por lo menos de modo parcial— sus doctrinas y sus técnicas de interpretación.
El único tipo de judaísmo que sobrevivió intacto a la guerra contra Roma fue el de los Fariseos, y por ello todas las siguientes etapas de escritura están vinculadas con ellos, y con sus herederos directos: los rabinos.
Las siguientes dos etapas de elaboración de textos sagrados inician en el Fariseísmo, y se concluyen en el llamado Judaísmo Rabínico:
4. La Mishná. Concluida a finales del siglo II EC por el Rabino Yehudah el Príncipe, está compuesta por seis tratados que tratan todos los aspectos de la vida judía, y recopila las enseñanzas de las dos primeras series de maestros posteriores a los textos bíblicos: los Zugot y los Tanaim (literalmente, los “pares” y los “repetidores”).
5. La Guemará. Hay dos versiones: la de Jerusalén (concluida a mediados del siglo IV EC) y la de Babilonia (concluida a finales del siglo V), y la más completa es esta última. Es una vasta explicación de la Mishná, y recopila las enseñanzas de los Amorim (literalmente, los “comentaristas”). Muy factiblemente, la estructura final del Talmud Babilónico fue definida por los Saboraim (literalmente, los “pensantes” o “ponderantes”), cuya labor se extendió hasta los primeros años del siglo VII EC.
Estas dos colecciones —Mishná y Guemará— conforman el Talmud, texto básico de estudio en el judaísmo. Pese a su relevancia social y cultural, es obvio que el Talmud no está considerado en el mismo nivel de autoridad que el Tanaj en general, y menos aún que la Torá en particular. Sin embargo, su gran valor estriba en que es la compilación que entrena al estudioso para abordar todos los aspectos posibles de la Biblia a la hora de confrontarlos con la vida cotidiana.
El Talmud no establece criterios definidos respecto a nada. Incluso, lo más frecuente es que exponga los argumentos de todas las tendencias, por contradictorias que sean. Por lo tanto, resulta muy difícil establecer una reglamentación clara a partir de todo el Talmud. En consecuencia, las siguientes generaciones de sabios judíos se dedicaron a organizar la información allí conservada, para ir planteando perspectiva pragmáticas sobre la cotidianeidad. Las siguientes generaciones de sabios fueron:
6. Geonim (plural de Gaón, literalmente “esplendor”). Fueron los primeros maestros en empezar a sistematizar la información talmúdica, principalmente haciendo uso de las llamadas “responsa” (explicaciones redactadas como preguntas-respuestas). El más célebre fue Saadia Gaón, y uno de sus textos más conocidos es el tratado filosófico Emunot V’Dayot. La época de los Geonim se extendió hasta la primera mitad del siglo XI.
7. Rishonim (literalmente, los “primeros”). Estos autores fueron los grandes codificadores de las normas talmúdicas, y el más destacado de ellos fue Maimónides (sus obras cumbre son el Mishné Torá —posterior base para el Shulján Aruj—, y la Guía de Perplejos). Otros Rishonim destacados fueron Yehudah Halevi, Isaac Abravanel, Najmánides y Rashi. La época de los Rishonim terminó hacia finales del siglo XV.
El Shulján Aruj se escribió en 1557, y con él se logró la codificación por excelencia de las normas del judaísmo tradicional. Para el judaísmo ultraortodoxo, no hay más que agregar después del Shulján Aruj.
Yosef Caro, su autor, fue de la primera generación de los llamados Ajaronim (literalmente, los “últimos”), que incluye a los grandes sabios del judaísmo desde el Shulján Aruj hasta nuestros días. Aunque en esta etapa surgieron grandes movimientos cono el jasidismo, y destacados sabios como Isaac Luria, Moshe Isserles, Najmán de Breslav o el Gaón de Vilna, no se produjo una obra de legislación de la magnitud del Shulján Aruj, por lo que muchos consideran que con ese texto quedó completado el complejo proceso de organizar la información que se origina en la Torá, y que pasa por los Profetas, los Escritos, la Mishná, la Guemará, y las múltiples obras de los codificadores.
Podemos ver una clara evolución en el concepto de escritura: el principio —la Torá— es asumida como revelación directa de D-os. Luego, los Profetas y los Escritos vienen a ser el complemento de esa revelación, aunque nunca en su mismo nivel. Luego, la época talmúdica va a ser la etapa de la interpretación de esa revelación. Por lo mismo, tampoco puede considerarse en el mismo nivel, aunque viene a ser el parámetro obligado para poder acercarse a la revelación. Los resultados obtenidos en el Talmud son vastísimos, y ello obligó al pueblo judío a organizar la información. Por lo mismo, era inevitable que las siguientes generaciones se dedicasen a la codificación y legislación, y esa fue la actividad principal durante prácticamente toda la Edad Media.
Como ya hemos dicho, el texto climático de esa perspectiva codificadora y legislativa es el Shulján Aruj, y se pretende que desde entonces no se ha escrito algo del mismo nivel. Naturalmente, las transformaciones sociales y culturales que se han vivido en los últimos dos siglos van a obligar a todas las religiones —no sólo al judaísmo— a replantearse muchos temas que en otros tiempos eran inimaginables, así que podemos suponer que ya se reconocerá la importancia de otros textos posteriores al Shulján Aruj.
Lo que se debe recalcar es el concepto de Escritura Sagrada del judaísmo: la Torá ocupa un lugar incomparable. Nada, ni siquiera el resto de la misma Biblia, tiene el nivel de autoridad que los Libros de Moisés. Nada que no esté expuesto en la Torá es obligatorio de ser creído por ningún judío.
Desde esta lógica, todo lo que está fuera de la Torá no ha sido más que —finalmente— comentario. Por lo mismo, no existe problema real en las contradicciones (reales o aparentes) que puedan aparecer en la Biblia, el Talmud, o los escritos posteriores. En tanto comentario, surgen de la cotidianeidad e inquietudes de sus autores, y dado que las circunstancias pueden cambiar, es obvio que las conclusiones también pueden cambiar, incuso radicalmente.
Al revisar el concepto cristiano de “Escritura Sagrada”, podemos encontrar muchas similitudes en cuanto al interminable proceso de seguir escribiendo, por la simple y permanente necesidad de seguir explicando. Sin embargo, hay una diferencia sustancia que tiene que ver con el concepto de Revelación.
Para el cristianismo, hay dos tipos de Revelación: la Revelación Natural, que es la dada por la misma naturaleza —el ser humano incluido—, y que nos ofrece la prueba de la existencia de D-os, así como la base para pretender una vida individual y colectiva correcta y provechosa. Pero, por encima, está la Revelación Especial, dada en un momento definido de la Historia, a un grupo bien definido también, y en la que se ha expuesto la Voluntad de D-os respecto al Hombre, así como el más importante contenido: el Camino de Salvación.
El meollo del asunto es lo que en cristiano se denomina Historia de la Salvación, cuyos elementos, procesos y exigencias están expuestos en la Revelación Especial, misma que ha quedado codificada en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento).
En términos generales, hay dos formas de enfocar la Historia de la Salvación, y las versiones más depuradas de una y de otra las podemos hallar en Catolicismo y Protestantismo.
Para el Catolicismo, la Revelación Especial sólo puede ser entendida por medio del Magisterio de la Iglesia, cuyos pilares son el Papa (en tanto es sucesor de Pedro) y los Obispos (en tanto son sucesores de los demás apóstoles). Aunque la idea es radicalmente diferente a la judía, en la práctica hay una cierta similitud: existe un Texto Sagrado (Antiguo y Nuevo Testamento), y para entenderlos es esencial la labor que ha hecho la Iglesia desde que se escribió el último libro sagrado (tradicionalmente, el Apocalipsis de Juan). Por ello, podemos identificar etapas muy similares a las que vimos en relación al judaísmo:
1. La Revelación dada al pueblo judío, misma que incluye a la Biblia Hebrea, más siete libros adicionales (conocidos como Deuterocanónicos, o erróneamente, Apócrifos).
2. Jesús de Nazareth como eje de transformación de esa Revelación: lo anterior, anunciaba lo que vendría; lo posterior, habrá de explicarlo.
3. La Revelación dada a los Apóstoles, misma que constituye el Nuevo Testamento.
4. La labor de explicación del corpus bíblico, llevada a cabo por los Padres de la Iglesia (la etapa se identifica como Patrología), desde Clemente de Roma hasta San Agustín de Hipona (siglos I al V). Se trata de una labor similar a la de los Zugot, Tanaim, Amorim y Saboraim en el judaísmo.
5. La labor de legislación, iniciada con el Concilio de Nicea (325), y que se extiende hasta la actualidad, habiendo tenido su último gran evento en el Concilio Vaticano II (1962-1965).
Pero existe otro gran perfil en el desarrollo del pensamiento cristiano, y es la evolución de la Teología. A diferencia del judaísmo, cuyo gran tema de discusión es el modo correcto de actuar, el cristianismo siempre ha puesto un énfasis contundente en la discusión sobre el modo correcto de creer. Por ello, la Teología ha sido una fuente de debates, creatividad y, lamentablemente, conflictos, que han dejado una profunda huella en la cultura cristiana (no sólo en la religión). Por ello, vale la pena que mencionemos varias etapas destacadas de la evolución de la Teología Cristiana, a partir del final de la época Patrística.
5. El Escolasticismo. Sistema básico de la Teología en la Edad Media (siglos VI al XV), tuvo sus más grandes exponentes en Abelardo, Anselmo y —especialmente— Tomás de Aquino.
6. Reforma y Contrarreforma. Como consecuencia del cisma Protestante (a partir del siglo XVI), en el Norte de Europa comenzó a desarrollarse una nueva forma de Escolasticismo, esta vez dentro del entorno de las Iglesias Luteranas y Calvinistas primero, y más adelante también en la Anglicana. En el Sur, donde predominó el Catolicismo, se desarrolló la llamada Contrareforma, que tuvo su mayor evento en el Concilio de Trento (1545-1563), cuyo objetivo inicial fue reintegrar a la “comunión con Roma” a los protestantes. Las grandes marcas de ambos movimientos fueron el racionalismo para la Teología Protestantes, y el misticismo para la Teología Católica.
7. Modernismo: Liberales y Evangélicos. A partir del siglo XVIII, la influencia del modernismo empezó a causar fuertes cambios en la Teología, especialmente en el contexto protestante. Eso provocó dos tendencias antagónicas: por un lado, una Teología Liberal que pretendió reforzar el perfil racional del cristianismo, y que por lo mismo cargó directamente contra los grandes dogmas. Su exponente más importante fue Frederich Schleiermacher (1768-1834). En el otro extremo, se desarrolló un tipo de cristianismo enfocado a la prioridad de la “experiencia evangélica” (la presencia de Cristo morando en el corazón del verdadero creyente). Su primer gran promotor fue el sacerdote anglicano John Wesley (1703-1791). Las consecuencias de cada movimiento siguen vigentes hoy en día: por parte del Liberalismo, se consolidó la llamada Crítica Bíblica, disciplina que ha hecho aportaciones fundamentales para reconstruir el proceso de conformación de los textos bíblicos. Por parte del movimiento Evangélico, han surgido los diversos movimientos carismáticos (el más importante, la Iglesia Pentecostal o Asambleas de D-os), pero también los Fundamentalismo cristianos más extremos (especialmente en el Sur de los Estados Unidos).
8. Las Teología de Ruptura. El siglo XIX marcó la consolidación de los Estados Unidos como nación, y en el nivel religioso, produjo las dos Iglesias más característicamente estadounidenses: los Mormones y los Testigos de Jehová. Desde ninguna perspectiva se podría considerar que sus planteamientos teológicos son parte de la continuidad evolutiva de la Teología Cristiana (salvo por algunas similitudes de los Testigos de Jehová con el Arrianismo del siglo IV), por lo que es más fácil definirlos como rupturas. El hecho es tan evidente que ninguna Iglesia Protestante (contexto en el que surgieron ambas Iglesias) considera a Mormones o Testigos de Jehová como verdaderos cristianos. A partir de allí, es muy frecuente que surjan grupos, sectas o movimientos independientes y confrontados con cualquier modo de cristianismo organizado, y en la actualidad se pueden contabilizar en miles.
9. Las Teologías de la Liberación. Desde el siglo XIX, la experiencia de la esclavitud de los afroamericanos produjo los primeros intentos de una Teología crítica al sistema. Pero el gran auge vino en los años 60s y 70s en América Latina, bajo la influencia de la ideología marxista. Sus principales exponentes son Leonardo Boff, Jon Sobrino y Gustavo Gutiérrez. Este movimiento ha sido recurrentemente censurado desde el Vaticano, y ha resultado profundamente incómodo para la mayoría de las Iglesias Protestantes y Evangélicas.
Concentrándonos en el universo Católico, el meollo de su idea es que la Revelación Especial ya está dada, pero que su explicación corresponde a la Iglesia debidamente autorizada, misma que tiene su cabeza en el Obispo de Roma.
El Protestantismo, y detrás de él los movimientos Evangélicos, sostienen otra postura: la Revelación Especial se interpreta a sí misma, y está completa como para que el verdadero creyente encuentre en ella lo que necesita para la salvación de su alma.
Esta diferencia ha marcado la gran diferencia de énfasis en ambas tradiciones: para el Catolicismo, lo fundamental es la experiencia comunitaria, cuyo mayor momento es la Eucaristía (el momento en el que los creyentes participan del pan y el vino consagrados como cuerpo y sangre de Jesucristo). Para el Protestantismo, en cambio, lo fundamental es la experiencia interior y el propio examen de conciencia, teniendo más relevancia en el culto público el momento de predicación de la Palabra (el sermón).
También hay, implícita, una diferencia de concepto en cuanto a lo que es la “Palabra de D-os”.
Católicos y Protestantes coinciden en que la Palabra de D-os está contenida en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento). Sin embargo, la idea de cómo se conformó dicha Revelación es diferente.
La creencia Católica implica que fue la Iglesia quien produjo el Nuevo Testamento, y no al revés. La creencia Protestante implica que fue la Revelación (posteriormente codificada en el Nuevo Testamento) la que originó a la Iglesia.
Detallemos ambas ideas: sobre la base del Antiguo Testamento y el ministerio de Jesús, D-os inspiró a los apóstoles para que escribieran evangelios, epístolas y otros tipos de textos. Esta literatura floreció a finales del siglo I, y fue muy abundante. Sin embargo, no todo lo escrito fue realmente “Palabra de D-os”. Hasta el siglo IV, se juntaron cientos de textos y fue la Iglesia (en los Concilios de Nicea, Roma, Hipona y Cartago) la que tuvo que verificar cuáles textos eran divinamente inspirados (sólo 27), y cuáles eran sólo para la edificación del cristiano (los demás). Por lo tanto, el inicio de la autoridad interpretativa de la Iglesia comienza con la definición del Nuevo Testamento.
Esta es la perspectiva católica.
El otro punto de vista difiere por completo: desde un principio, la vida de las diversas comunidades cristianas giró en torno a la Revelación dada por D-os a los apóstoles, que desde un principio supieron cuáles de sus textos eran divinamente inspirados, gracias a lo cual las diversas comunidades que los fueron recibiendo los fueron conservando. Lo único que sucedió en los Concilios del siglo IV fue que estos textos fueron puestos en una sola colección. La idea subyacente es que la Palabra de D-os es eterna, y por ello, el Nuevo Testamento también. En consecuencia, fue la Iglesia la que surgió como consecuencia de la predicación basada en las enseñanzas cuyo fundamento eran los textos divinamente inspirados. La Iglesia, en consecuencia, no tuvo realmente que decidir qué tenía que ir o no en el Nuevo Testamento, sino sólo dejarse llevar por la Voluntad de D-os, que desde un principio había dejado en claro cuáles eran los textos inspirados.

¿Cuáles son las diferencias entre ambas posturas y la de la tradición judía?
En muchos aspectos, la idea Católica es bastante similar a la del Judaísmo Rabínico: la comunidad de fe (judía o cristiana) ha sido la responsable de definir los límites del Texto Sagrado. Sin embargo, hay dos diferencias insalvables: para el judaísmo, los Textos Sagrados tienen jerarquías, siendo la base de todo la Torá. Ningún otro texto está en ese mismo nivel, porque la Torá es Palabra de D-os. Lo demás, sólo inspiración, y hay una diferencia clara entre una cosa y otra. Para el Catolicismo no: Palabra de D-os e Inspiración Divina es lo mismo, por lo que toda la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) tienen el mismo valor (si bien el Nuevo Testamento es prioritario, porque es —según la Teología Católica— el texto que aclara el correcto sentido del Antiguo). La otra diferencia es que el Catolicismo apela a un monopolio de la interpretación del Texto Sagrado, apelando con ello a que sólo hay una lectura correcta del mismo. El judaísmo no; por el contrario: a lo largo de los siglos, ha reforzado la idea de que la lectura del Texto Sagrado es inagotable e ilimitable.
Por su parte, las diferencias entre la perspectiva Protestante y la del Judaísmo son más profundas, iniciando por el hecho de que para el Protestantismo, la Revelación se interpreta a sí misma, y no requiere de ningún tipo de comentario. En cambio, el Judaísmo —especialmente el Rabínico— sostiene que para entender el verdadero sentido de la Torá debe tenerse como punto de referencia los comentarios de los sabios de la antigüedad. Esto, por dos razones:
1. Estamos muy lejos de la época en la que Moisés dio la Torá. Muchas palabras o frases se olvidaron, o cambiaron su sentido. Por lo tanto, resultan indispensables los comentarios de los sabios de la antigüedad para poder comprender el sentido de un texto antiguo, por claro que parezca. El Protestantismo rechaza esta idea: la Revelación ha sido dada de tal modo que todo creyente puede accesar a ella, independientemente de la época y el lugar (el trasfondo es que para el Judaísmo la Revelación es la Torá, y lo demás es comentario; para el Protestantismo, la Revelación se extiende hasta el Nuevo Testamento).
2. El idioma hebreo es muy diferente al griego (base de las Escrituras Cristianas). Al igual que otras lenguas semíticas (como el árabe), se escribe sin vocales. Parece un detalle superficial, pero tiene implicaciones psicológicas muy fuertes: un idioma que se escribe sin vocales no está diseñado para contener información precisa. El proceso de lectura es, en realidad, un proceso de reconstrucción del texto, y con ello, de reconstrucción de las ideas presentes en el texto. Cuando en la lectura bíblica se llega a un punto donde hay dos lecturas posibles (o más), por distintas que sean, la tradición Judía dice que las dos (o las que sean) son válidas, y deben estudiarse. En cambio, el griego es un idioma preciso, cuyas reglas gramaticales son vastas y suficientes para que los conceptos queden bien definidos (no en balde, fue el idioma que produjo la filosofía más completa de la antigüedad). Esa es la diferencia entre el acercamiento Judío y el acercamiento Protestante a la Biblia: el Judío asume (por simple programación neurolingüística ancestral) que el texto es el punto de partida desde el que tiene que reconstruir; el Protestante asume que el texto está terminado, por lo que lo único válido para interpretar el texto, es el propio texto. Digamos que la lectura judía es una espiral hacia afuera. La protestante, una espiral hacia adentro.
Eso explica, en gran medida, la diferencia de conceptos entre Judíos y Cristianos (no sólo Protestantes) sobre los límites de la Palabra de D-os. Para el judaísmo, sólo es la Torá. Cierto: la Torá no habla de TODOS LOS TEMAS DE MODO EXPLÍCITO (por ejemplo, como organizar una sinagoga), y por ello la espiral es hacia afuera. En cambio, para el cristianismo es indispensable poner en el mismo nivel de la Torá al resto de la “revelación”, porque de lo contrario no se podría sustentar ninguna perspectiva cristiana.
Esto lo podemos ver en hecho irrefutable: la gran mayoría de las supuestas “profecías mesiánicas” están ubicadas en los libros de los Profetas, no en la Torá. Se requiere, entonces, que dichos libros tengan el mismo rango que la Torá para que puedan sustentar la identidad mesiánica de Jesús.
Podría argumentarse que, en realidad, las posturas del Judaísmo y del Protestantismo son iguales: parten de la Torá, y hacen uso del comentario para entender su verdadero sentido. El punto —dirían los protestantes— es que el Judaísmo se extiende innecesariamente en comentarios elaborados durante casi dos mil años. En cambio, el cristianismo sólo se extiende en los “comentarios” que, en realidad, también son Palabra de D-os.
Pero hay un modo de corroborar que las perspectivas son mucho más complejas —y diferentes— que eso: el resultado. Si el resultado es diferente, es porque el proceso para llegar al mismo fue diferente.
Para el judaísmo, ningún comentario a la Torá es irrefutable. Justamente, por eso se dio una continuidad en la escritura de libros religiosos que, en realidad, no se ha detenido, aunque el último volumen capital haya sido el Shulján Aruj, en 1557. Cualquier cosa que diga un sabio o un rabino, por importantes y prestigiosos que sean, puede ser refutada o contradicha, y ningún judío está obligado dogmáticamente a seguir una opinión sobre nada.
Por ejemplo: cuando hay una controversia sobre un punto específico, hay dos formas notables en las que el judaísmo se da a la tarea de resolverlas. La usanza tradicional, seguida por los ortodoxos o ultraortodoxos, es la consulta con un erudito. El erudito extiende un documento con su opinión, y dicho documento sirve como base para las decisiones de las diversas comunidades. Sin embargo, cabe la posibilidad de que se consulte a dos o más eruditos, y que se extiendan opiniones diferentes sobre un mismo tema. ¿Qué hace una comunidad ante esa posibilidad? Seguir la opinión que considere más convincente o más conveniente. No está obligada a seguir sólo una opinión. Por contradictorias que sean, son válidas en tanto son comentarios de eruditos.
El otro modo de acercamiento, de talante más moderno, es el del Judaísmo Conservador o Masortí: se convoca a una comisión especial de asuntos jurídicos (halájicos), y se expone el tema de controversia. Luego, se le encarga a dos personas del comité que preparen —cada uno por su lado— propuestas de resolución al respecto. Generalmente, se procura que los encargados mantengan posturas diferentes (uno de tendencia liberal, y el otro tradicionalista) para que en sus respectivas propuestas se pueda abarcar el espectro más amplio posible. Después de una cantidad de tiempo acordada, se vuelve a reunir el comité y se analizan los documentos preparados, para luego ser sometidos a votación. Naturalmente, un documento recibirá más votos que el otro, pero eso no significa que esa va a ser la postura oficial —y por lo tanto, incuestionable— del Judaísmo Masortí. El documento final incluye las dos propuestas, y se envía a todas las comunidades Masortim del mundo, especificando cual postura tuvo más apoyo en el comité. De todos modos, cada sinagoga tiene la libertad de implementar —si es el caso— la postura minoritaria si así lo considera adecuado.
No existen los dogmas.
En cambio, la búsqueda del Cristianismo en general, y del Protestantismo en particular, es llegar a la interpretación definitiva del texto, y esa es la razón por la que los temas controversiales en el cristianismo son inagotables: no sólo el mesianismo de Jesús, sino el derecho de las mujeres a ser ministros de culto, si existe o no una Trinidad —y en caso de que sí, cómo debe ser explicada—, si el Arrebatamiento de la Iglesia va a ser antes, durante o después del Apocalipsis, si el pan y el vino consagrados se convierten en verdadera carne y verdadera sangre de Jesús, si los obispos tienen verdadera autoridad administrativa o no sobre los presbíteros, si la Iglesia en tanto organización debe seguir un sistema episcopal o congregacional, si el bautismo debe ser por inmersión solamente o se acepta la aspersión, si la sucesión apostólica es el único modo de validar el nombramiento de ministros de culto, etcétera.
Si el asunto lo discutieran judíos, algunos optarían por una opción, otros por otra. Al final de cuentas, cada comunidad decidiría cómo implementar las decisiones, siempre en función de aspectos prácticos (por ejemplo: si hubiera que bautizar a mil personas en una época de sequía o en un lugar desértico, un judío sugeriría usar la aspersión por economía de agua, por mucho que un tribunal rabínico hubiera dicho que sólo es válida la inmersión).
En el cristianismo no. Por el contrario, muchos de los temas sugeridos previamente han sido el origen de los grandes cismas, e incluso se han verificado guerras brutales en algunos casos.
El trasfondo es simple: no se tiene el mismo concepto de Revelación ni de Palabra de D-os.

Vamos al punto que nos interesa: ¿cuál es la postura del llamado Judaísmo Mesiánico al respecto?
El Judaísmo Mesiánico reconoce al Nuevo Testamento como Revelación Divina, en el rango de Palabra de D-os. Asume que para llegar al pleno entendimiento de la Torá, es indispensable el Nuevo Testamento.
Asume, con ello, que hay verdades derivadas del mismo que no pueden ser refutadas: Jesús es el Mesías, la principal de ellas. Ello, basado en el cumplimiento de las profecías mesiánicas, ubicadas en su mayoría en los Profetas, no en la Torá (razón que obliga a considerar a los Profetas en el mismo nivel que la Torá; de lo contrario, no se puede justificar el Mesianismo de Jesús.
Se descarta, por lo mismo, que puedan coexistir dos opiniones: si Jesús es el Mesías, no reconocerlo como tal es un error (muchos asumen una actitud cordial al respecto, pero dicha cordialidad no evita que se considere un error vivir sin reconocer a Jesús como Mesías).
Finalmente, en sus versiones más radicales, los llamados Judíos Mesiánicos descalifican el papel del Talmud para el Judaísmo, porque suponen que mucho de su material fue elaborado con el objetivo específico de descartar el mesianismo de Jesús.
En resumidas cuentas: procesan la relación con la Palabra de D-os en un modo netamente cristiano. Específicamente, Protestante-Evangélico.
¿Será por eso que los llamados Judíos Mesiánicos tienen buenas relaciones con los Protestantes y Evangélicos, y no con los Judíos? ¿Será por eso que la mayoría de los que se integran al llamado Judaísmo Mesiánico provienen de Iglesias Protestantes y Evangélicas, y no del mundo Judío?

La conclusión me parece simple: en todo lo expuesto en las últimas notas, la evidencia es que el llamado Judaísmo Mesiánico es, desde el principio hasta el fin, cristianismo.
En las siguientes notas, analizaré dos temas derivados del irrefutable hecho de que los llamados Judíos Mesiánicos enfrentan la Escritura como cristianos:
1. Las llamadas Profecías Mesiánicas. Se dice que en sus últimos momentos previos a la crucifixión, Jesús cumplió 33 profecías mesiánicas. Analizaré caso por caso, demostrando la falsedad de dicha idea.
2. La postura de los llamados Judíos Mesiánicos ante la literatura Apocalíptica, mostrando como siguen íntegramente el modelo Protestante Evangélico de línea fundamentalista, desconociendo por completo lo que la Apocalíptica significó y significa para el Judaísmo.

¿POR QUÉ DECIMOS QUE EL JUDAÍSMO MESIÁNICO ES CRISTIANISMO? Segunda Parte

2. La Akedá, la expiación y el concepto de Profecía Mesiánica

Akedá es el nombre con el que se conoce, en la tradición judía, al pasaje de Génesis (Bereshit) 22, que cuenta el dramático episodio en el que Itzjak (Isaac) estuvo a punto de ser sacrificado por Avraham, su padre.
Dicho pasaje conserva una capital importancia en las tradiciones judía y cristiana, aunque por motivos muy diferentes (al igual que en el caso de Isaías 53). Para el judaísmo, es la base para rechazar los sacrificios humanos. Para el cristianismo, es un anticipo del ministerio sustituto de Jesús, prefigurado por el carnero que fue sacrificado en lugar de Itzjak.
Uno de los aspectos fundamentales del cristianismo para sostener el mesianismo de Jesús, es la frecuente aparición de “tipos” mesiánicos en las Escrituras Hebreas, mismos que se cumplen en Jesús.
En esencia, es una construcción teológica, basada en lecturas alegóricas de los textos de la Biblia. Por su naturaleza, no son interpretaciones que se tengan que fundamentar en métodos concretos de exégesis. Simplemente, son lecturas simbólicas de textos, personajes o acontecimientos que, por sí mismos, no son parte del discurso mesiánico en la Biblia.
Pongamos un ejemplo: el Arca de Noé. Vista desde esta perspectiva, puede ser tomada como un “tipo” de Jesús en su papel redentor: quien se refugia en él —del mismo modo que Noé en el Arca—, no sufrirá daño de la destrucción del alma, del mismo modo que Noé fue salvado de la destrucción del Diluvio.
Otro ejemplo: la Vara de Aarón, como “tipo” de la Resurrección de Jesús: todas las demás varas (que representarían a los demás fundadores de religiones) permanecen muertas, pero la Elegido por D-os, recobra la vida.
Otro más: el río en el que se bañó Naamán. Según el relato de II Reyes, Naamán fue a consultar al profeta Eliseo para ser curado de su lepra. La instrucción fue lavarse siete veces en el río Jordán, lo que molestó a Naamán, quien reclamó que cualquier río de su tierra era mejor. Esa imagen es retomada para simbolizar el reclamo de quienes consideran que otras religiones ofrecen mejores modos de vida o pensamiento que sólo creer en Jesús. En el relato, Naamán reflexiona gracias a su criado y decide lavarse en el Río Jordán, tras lo cual su lepra es limpiada. Entonces, se deduce que cualquiera que prueba la salvación en Cristo, puede comprobar que es más efectiva que cualquier propuesta de cualquier religión.
Repetimos: en tanto se trata de lecturas alegóricas, no requieren de un fundamento exegético. Es cuestión de creerlas o no creerlas, porque estrictamente, nada en el texto prohíbe ese tipo de lecturas, aunque tampoco exige que se utilicen.
Este tipo de lecturas tiene un riesgo: el proceso de interpretación es arbitrario. Por ejemplo: el Arca de Noé, la Vara de Aarón o el Río Jordán representan a Jesús para los que creen en Jesús, pero podría representar el naturismo para los que crean en él.
¿Absurdo? No más que decir que hablan de Jesús. Ese es el riesgo de las lecturas alegóricas: son, por antonomasia, arbitrarias.
Desde luego, eso no significa que el judaísmo no tenga sus propias lecturas alegóricas de los textos bíblicos. Pero el punto aquí es recalcar el estilo y objetivo típico de las lecturas alegóricas cristianas.
Retomemos el caso de la Akedá (Génesis 22): D-os le pide a Abraham que sacrifique a Isaac, el hijo para quien deberían ser las promesas. Abraham no cuestiona las órdenes de D-os, e inmediatamente inicia la marcha hacia el Monte Moriah, acompañado sólo de Isaac y los instrumentos para realizar el sacrificio. En el camino, Isaac pregunta por el animal para sacrificar, y Abraham responde escuetamente que “D-os proveerá animal para el sacrificio”. Llegados al lugar, Abraham arma el altar y es entonces que Isaac entiende que él es el sacrificio. Según el relato bíblico, no opone resistencia. Cuando Abraham está a punto de matar a su hijo, un ángel lo detiene y le dice que D-os ha constatado la grandeza de su fe, al no negarle siquiera a su hijo más querido. Luego Abraham voltea, y encuentra a un carnero atorado en un arbusto, y le utiliza para el sacrificio.
Alrededor de este pasaje, el judaísmo ha realizado un sinfín de reflexiones, todas ellas marcadas por una verdadera angustia existencial: aún a sabiendas de que al final iba a evitar que Abraham sacrificase a Isaac, ¿por qué D-os le puso a Abraham una prueba tan cruel? Además, hay una serie de aspectos que sólo pueden percibirse en el texto hebreo: el relato del casi sacrificio de Isaac está relacionado con el de la muerte de Sara, que es el inmediato posterior.
Gracias a esto, las inquietudes propias del judaísmo se volcaron en las discusiones talmúdicas, y eso produjo verdaderas joyas de la literatura religiosa judía.
Un ejemplo: Satán trató tres veces de convencer a Abraham de que no sacrificara a Isaac, pero Abraham mantuvo su fe en D-os y continuó. Como venganza, Satán llegó a donde Sara esperaba, y le mostró el momento en el que Abraham estaba a punto de sacrificar a su hijo, razón por la cual Sara murió.
Más allá de la libertad literaria que se usa en este pasaje (típica de un Midrash), lo cierto es que la lectura del texto bíblico sí sugiere que fue después de este difícil episodio que Sara murió, y este es el punto de partida para explicar el por qué Abraham e Isaac se separaron durante tres años.
Otro Midrash cuenta que Isaac, en el momento en que estaba a punto de ser sacrificado, pudo ver las dos destrucciones del Templo de Jerusalén, así como los dos grandes exilios de su descendencia. En el momento en que el ángel detuvo a Abraham, Isaac también pudo ver las reconstrucciones del Templo, así como el retorno de los exiliados.
¿Alguna vez se discutió el sentido del sacrificio a partir de este pasaje? Sin duda, y desde la antigüedad el judaísmo tiene claro que la enseñanza que se deriva de aquí es que D-os no está de acuerdo con los sacrificios humanos. El hecho de que el Eterno haya detenido algo que era una práctica común en Oriente Medio en esas épocas (el sacrificio de un hijo), fue visto por el judaísmo como expresión clara de la voluntad de D-os: se permite el sacrificio de animales, pero no el de humanos, porque humanos y animales no están en el mismo nivel existencial.
En cambio, el cristianismo llega a la conclusión opuesta: el pasaje es entendido como un anticipo de que, eventualmente, habría de llegar el sustituto por excelencia para sacrificar su vida: Jesús de Nazareth.
¿Es legítima esta interpretación? Depende hasta que punto se quiera llegar. Asumiendo que el cristianismo es heredero directo de las tradiciones greco-latinas, mismas que mantienen principios religiosos y éticos diferentes al judaísmo, se puede decir que se trata de una legítima relectura gentil de un texto judío (del mismo modo que dentro del judaísmo se dieron legítimas relecturas de textos gentiles, especialmente en filosofía). El problema es pretender llevar esa legitimidad al punto de considerar la lectura cristiana como la correcta, en detrimento de la lectura original (la judía).
¿Con cuál lectura se identifica el llamado Judaísmo Mesiánico? Con la cristiana, por supuesto. Más aún: en su caso no cabe la posibilidad de que sea una lectura gentil sobre un texto judío. Al pretender ser “judíos completos”, está implícita la idea de que esa lectura —la cristiana— es la correcta, y que la lectura judía —anterior en varios siglos— está del todo errada, porque elude la aceptación de Jesús como Mesías y Salvador.

En este punto, es obligatorio mencionar algo respecto a la lectura cristiana: el hecho de que sea legítima (un gentil no puede leer igual que un judío, ni viceversa), no significa que no sea arbitraria. En realidad, para llegar a la conclusión cristiana se tienen que aplicar una serie de categorías que no existen en el universo literario o doctrinal del judaísmo.
El más relevante —que ya hemos mencionado— es el concepto de “profecía mesiánica”. Por medio de la identificación del carnero como un “tipo” de Jesús, se le concede al pasaje un nivel que —por sí mismo— no tiene ni pretende tener: un anuncio de una faceta propia del Mesías. Dicho de otro modo, una profecía mesiánica.
Este fue un método exegético (si acaso se le puede llamar así) empleado por el cristianismo ya desde el Nuevo Testamento. Allí podemos encontrar varios ejemplos de pasajes de la Biblia Hebrea que de ningún modo son profecías mesiánicas (vamos, ni siquiera profecías), pero que son elevados por los autores de los Evangelios a ese rango para fundamentar en eso el perfil mesiánico de Jesús. Veamos algunos ejemplos destacados:
Mateo 1.22-23 cita la profecía de Isaías 7.14 sobre el nacimiento virginal del Mesías. Pasemos por alto el detalle de que el hebreo original dice “la joven”, no “la virgen”. El punto más relevante es que la conjugación en el original está en presente: “una joven está encinta”, y no “la virgen concebirá”. Si uno lee el pasaje completo de Isaías 7, puede percibir que el profeta está hablando de un tema que nada tiene que ver con el Mesías: el Ajaz es retado por Isaías a que le pida una señal de que los reyes de Samaria y Damasco —sus enemigos— pronto serán destruidos. Ajaz no se atreve a exigirle una señal a D-os, y entonces Isaías es quien la determina: una joven está encinta, y antes de que su hijo pueda distinguir lo bueno de lo malo, los dos enemigos de Ajaz habrán sido destruidos.
¿Qué tiene que ver eso con el Mesías? Nada. En lo absoluto. Sin embargo, el cristianismo primitivo hizo una lectura alegórica de este pasaje, y encontró en la versión vinculada con la Septuaginta (la que dice “la virgen concebirá”) una referencia para justificar la creencia de que Jesús había nacido por obra y gracia del Espíritu Santo (una idea netamente pagana, inexistente para el judaísmo; por mucho que se apele a que el relato de la anunciación de Sansón es similar, la realidad es que el relato del nacimiento virginal de Jesús está más emparentado, doctrinal y estructuralmente, con el de Hércules).
Otro ejemplo: Mateo 2.15 menciona el regreso de la familia de Jesús de su exilio en Egipto como el cumplimiento de otra profecía: “de Egipto llamé a mi Hijo”, texto de Oseas 11.1, que en realidad es el punto de partida para una reflexión sobre la conducta de Israel. La frase en Oseas se refiere al Éxodo, e incluso es acompañada por una reprimenda: “Cuanto más yo los llamaba, tanto más se alejaban de mí” (Oseas 11.2). El uso de este pasaje como supuesta profecía mesiánica es, entonces, doblemente arbitrario, porque por un lado se le da una categoría que no tiene (de ser un recuento histórico pasa a ser profecía mesiánica), y además se usa sólo un fragmento del discurso completo, evidentemente porque la segunda parte resulta completamente inconveniente.
A partir de estos modos arbitrarios de lectura de las Escrituras Hebreas, el cristianismo desarrolló la idea de que la identidad mesiánica de Jesús quedaba confirmada por el hecho de que en él se verificó el cumplimiento de diversas profecías (todas ellas, tan arbitrarias como las dos que hemos referido), perspectiva radicalmente alejada de la original judía: el Mesías debía ser identificado por su pertenencia a un linaje, antes que por el cumplimiento de una serie de profecías.
Cierto: hubo un momento en que se perdió de vista a los miembros de este linaje (el Davídico), y entonces lo único que queda para la posible identificación del Mesías son una serie de profecías. Pero esta situación se dio a partir del año 70 EC, mucho tiempo después de que Jesús de Nazareth había sido crucificado.
Sobra decir que para los llamados Judíos Mesiánicos, la identificación de Jesús de Nazareth como Mesías se basa en el pretendido hecho de que él cumplió las profecías mesiánicas.
Dicho en otras palabras: su razonamiento y argumentación son los que han caracterizados al cristianismo, no al judaísmo.

¿POR QUÉ DECIMOS QUE EL JUDAÍSMO MESIÁNICO ES CRISTIANISMO? Primera Parte

Uno de los temas que más afecta a los llamados Judíos Mesiánicos es la controversia sobre su identidad judía. El punto es simple: ellos se consideran judíos. Los judíos en general los desconocen como tales.
Podríamos enfocar el tema desde la perspectiva halájica judía, bajo una perspectiva sencilla y lógica: el judaísmo, en tanto fenómeno cultural vinculado a un grupo social bien determinado, mismo que abarca aspectos religiosos y seculares, ha desarrollado sus propios modos de identificar a sus miembros.
Por lo tanto, es ilógico que alguien externo repentinamente diga “yo soy parte de este grupo”.
Desde mi personal opinión, ese simple razonamiento descalifica la pretensión de los llamados Judíos Mesiánicos para ser reconocidos como judíos.
Pero voy a entrar en el tema desde otra perspectiva: demostrar que los llamados Judíos Mesiánicos son cristianos, simplemente porque piensan y se comportan como cristianos. Recurro a la sabiduría popular: si camina como pato, hace como pato y nada como pato, es pato.
Voy a analizar las diferencias de perspectiva entre judaísmo y cristianismo en cuatro diferentes conceptos —todos ellos esenciales—, para con ello dejar en claro que la postura de los llamados Judíos Mesiánicos siempre es similar a la del cristianismo, no a la del judaísmo. Los puntos en cuestión son:
1. El concepto de Mesías
2. La Akedá, la expiación y el concepto de Profecía Mesiánica
3. La autoridad de las Escrituras

I. El concepto de Mesías

La palabra “Mesías” es la castellanización del hebreo Mashiaj, que significa “ungido”. Es un término de alta relevancia en las religiones judía y cristiana, aunque por diferentes razones. Veamos algunos de los aspectos contrastante e irreconciliables entre ambas posturas.

1. ¿Quién es Mesías?
Para el judaísmo, un Mesías es aquel que ha sido uncido para ejercer el oficio de rey o Sumo Sacerdote. Para el cristianismo, el Mesías es Jesús de Nazareth, preexistente y designado desde la eternidad como Mesías por D-os mismo.
Es cierto que en algunas fuentes talmúdicas se menciona al Mesías como preexistente, pero nunca en un sentido que altere la idea original, que mantiene una diferencia sutil, pero relevante, sobre la identidad del Mesías: para el judaísmo, nadie nace siendo Mesías. Se es Mesías hasta que se recibe la “unción” mesiánica (de otro modo, no tiene sentido llamarle “ungido” a nadie). Para el cristianismo, en cambio, se es Mesías por designio divino.
Esto conlleva otra diferencia fundamental, y es la cantidad posible de Mesías.

2. ¿Cuántos Mesías hay?
Para el judaísmo, es Mesías quien recibe la unción. Para el cristianismo, sólo Jesús de Nazareth.
Más aún: para el judaísmo, hay dos tipos diferentes de Mesías, pertenecientes a dos diferentes linajes. Por un lado, está el Mesías de David, o rey, que pertenece a la tribu de Yehudah y que es descendiente directo del Rey David. Por el otro, el Mesías de Aarón, o Sumo Sacerdote, que pertenece a la tribu de Levi, y que es descendiente directo de Aarón, el hermano de Moisés.
En cambio, para el cristianismo sólo hay un Mesías: Jesús de Nazareth, en quien se fusionan los oficios de rey y Sumo Sacerdote.
Desde la perspectiva judía, en condiciones óptimas siempre debe haber dos Mesías en funciones: uno ejerciendo el poder político, y otro ejerciendo el liderazgo espiritual. El primer Mesías sacerdotal fue Aarón, al ser uncido por Moisés para ejercer el oficio de Sumo Sacerdote. El segundo fue Saúl, al ser uncido por Samuel para ejercer el oficio de rey. Habiendo perdido el favor de D-os, Samuel unció a David, que entonces se convirtió en el segundo Mesías rey, y fundador del linaje mesiánico.
De cualquier modo, para las épocas de David ya habían existido varios Sumos Sacerdotes (o varios Mesías), y durante un poco más de cuatro siglos, los reyes del linaje de David ejercieron sus funciones al mismo tiempo que los Sumos Sacerdotes. Es decir: en todo momento hubo dos Mesías en funciones.
La destrucción de Jerusalén y el Templo en 587 AEC puso un alto a la sucesión de ambos linajes mesiánicos. En 539 AEC, Ciro el Persa permitió la reconstrucción nacional de Judea, y con ello la reorganización religiosa, lo que permitió que se reestableciera el linaje mesiánico sacerdotal. Sin embargo, Judea continuó bajo vasallaje persa, luego medo, luego macedónico, luego egipcio, y luego sirio.
No fue sino hasta 158 AEC que se sentó la base para una eventual independencia nacional —que sólo llegó de manera plena hasta 127 AEC—, pero sucedió algo que significó un profundo trauma para los judíos tradicionalistas: el linaje de David no fue restituido en el Trono, que en cambio fue ocupado por el linaje Hasmoneo. Los puristas consideraron esto una usurpación, y el descontento empezó a tomar diversos modos y manifestaciones (la más compleja, sin duda, fue la secta Esenia-Qumranita).
Con el Sumo Sacerdocio ocurrió algo similar, ya que los mismos Hasmoneos ejercieron este rol al mismo tiempo que el de rey, lo cual fue considerado una usurpación por partida doble. Aunque sin lograr legitimarse en el cargo, los Hasmoneos ejercieron el Sumo Sacerdocio del modo tradicional hasta el año 63 AEC, cuando Judea fue anexada por Roma como provincia. A partir de ese punto, el cargo de Sumo Sacerdote fue manipulado por el poder romano, y esta situación se mantuvo hasta el año 70 EC, cuando Jerusalén y el Templo fueron nuevamente destruidos, esta vez por las tropas romanas.
En resumen: ateniéndonos a una cronología tradicional, el primer Mesías Sacerdotal (Aarón) pudo haber entrado en funciones hacia 1350 AEC. Desde ese momento, y hasta 587 AEC, hubo un ejercicio interrumpido de este oficio por parte de los diversos Mesías Sacerdotales, o Sumos Sacerdotes.
Concomitantemente, aunque a partir del año 1000 AEC, empezó a ejercerse el oficio de rey ungido, o Mesías Real, primero por Saúl y luego por David, quien estableció el linaje mesiánico correspondiente. Este oficio de Mesías Real también se mantuvo hasta 587 AEC. Después de la destrucción de Jerusalén en ese año y del exilio en Babilonia, el Mesianismo Sacerdotal se reestableció. El Real no.
¿Cuántos Mesías hubo entonces? Muchos, porque para el judaísmo esto es lo normal.
¿Cuántos deberá haber en lo sucesivo? Entendamos bien lo que implica la “llegada del Mesías” desde esta perspectiva judía: el objetivo es que se regrese a la condición óptima, donde los dos Mesías (ungidos) —el rey y el Sumo Sacerdote— vuelvan a ejercer sus funciones. Cuando eventualmente muera cada uno, el rol deberá ser asumido por los herederos legítimos, de tal modo que se mantenga la dupla de ungidos funcionando tal y como lo establece la Biblia.
Dicho de otro modo: el judaísmo tradicional está a la espera de que aparezca un personaje que, siendo descendiente directo del Rey David, pueda asumir su rol mesiánico al tiempo que se consolide el Reino Mesiánico. Parte inherente de esta consolidación es la restauración del Templo de Jerusalén, y con ello la restauración del oficio de Sumo Sacerdote. Por lo tanto, con el Reino Mesiánico estarán recuperando sus funciones los dos Mesías.
Cierto que el énfasis está puesto en uno sólo —el del linaje de David—, pero esto sólo se debe a que su manifestación conlleva la restauración del judaísmo completo. Como consecuencia lógica de esa restauración, se reestablecerán los dos linajes mesiánicos, y se garantizará la sucesión mesiánica en los herederos de cada linaje.
Resumiendo: no hay un solo Mesías. Se espera al que va a representar el parte aguas en la historia, pero el tal es parte de toda una estructura mesiánica que, una vez restaurada, va a ser sostenida por la presencia permanente de dos Mesías: uno político y otro espiritual.
Desde la perspectiva doctrinal cristiana, es imposible considerar a estos personajes (reyes y Sumos Sacerdotes) en el mismo nivel que Jesús como Mesías, porque el Mesianismo de Jesús es eterno.
Por lo mismo, se diluye —o no se toma en cuenta— el sentido de la unción que era recibida tanto por los reyes como por los Sumos Sacerdotes, considerándose que el único de ser llamado Mesías es Jesús de Nazareth.
Esto nos obliga a reconsiderar qué es la espera mesiánica.

3. ¿Qué ha significado “esperar al Mesías”?
Para el cristianismo, una sola cosa: aguardar el cumplimiento de las profecías mesiánicas, mismas que logran su verificación en Jesús de Nazareth.
En cambio, para el judaísmo ha significado cosas diferentes dependiendo de la época en cuestión.
Sin meternos en la compleja cuestión de cómo evolucionó el concepto de Mesías y Reino Mesiánico, vamos a mencionar lo más obvio por el momento: la condición óptima, como ya dijimos, es que el pueblo judío viva bajo el gobierno político del Mesías de David y la dirección espiritual del Mesías de Aarón.
Esa situación se dio entre los años 1000 (aproximadamente) y 587 AEC. Por lo tanto, ¿qué significaba “esperar al Mesías” en esos tiempos?
Estrictamente hablando, no se estaba esperando al Mesías. Había Mesías, tanto Real como Sacerdotal. Lo que se esperaba era el Reino Mesiánico, en el sentido de la plenitud de la paz y la justicia inundando el mundo. El modelo lo establece Isaías 2.1-4, donde se habla del Reino Mesiánico, pero NUNCA SE MENCIONA EL ADVENIMIENTO DE UN MESÍAS. La razón es simple: Judá tenía rey y Sumo Sacerdote. El asunto no era esperar a la persona, sino el acontecimiento histórico del Reino Mesiánico.
La perspectiva cristiana tradicional no puede considerar este tipo de mesianismo, porque sostiene que aún en ese tiempo, se estaba esperando el advenimiento de, eventualmente, Jesús de Nazareth.
Los linajes mesiánicos perdieron sus funciones en 587 AEC, con la destrucción del reino de Judá y del Templo. Como ya se mencionó, el linaje de Aarón recuperó sus funciones tras la reconstrucción del Templo (mediados del siglo VI AEC), y las mantuvo hasta 70 EC.
Fue en esta época en la que el pueblo judío se acostumbró a enfatizar el restablecimiento del linaje de David. Es obvio: el paso importante para avanzar hacia el Reino Mesiánico era que los descendientes de David restauraran su trono. Por ello, la “espera” mesiánica tradicional se dirigió hacia la casa de David. Si se dejó de insistir en el Mesías de Aarón, sólo fue por la simple razón de que ese ya estaba otra vez funcionando.
Hay otro detalle: la “espera” del Mesías de David (o más bien, de la restauración del Trono al linaje de David) no era una espera abierta ni abstracta, porque se conocían bien los descendientes del rey David (al menos, desde la perspectiva tradicional, que los identificaba con Zerubabel y su descendencia). Dicho de otro modo: no era un enigma ni un misterio de dónde tenía que salir el Mesías (o el que restaurase el Trono de David). Se sabía cuál era la familia, generación tras generación. No hay ningún dato histórico que nos haga suponer que en algún momento se “perdió de vista” al linaje de David, sino hasta la persecución desatada contra ellos en 70 EC, por parte de Vespasiano.
Esta idea tampoco es aceptada por el cristianismo. La identidad del Mesías anunciado se mantuvo siempre en misterio, perfilado solamente por las profecías mesiánicas. Quien cumpliese esas profecías, demostraría ser el Mesías.
A partir del año 70 EC, sin Templo y con los descendientes de David que hubieran podido sobrevivir en la clandestinidad, el judaísmo perdió de vista toda referencia concreta al Reino Mesiánico: no había país, no había centro religioso, y no se sabía el paradero del linaje mesiánico Real. Por lo tanto, la “espera” llegó a su punto máximo de complejidad, y sólo hasta entonces empezó a cobrar importancia el concepto de “profecía mesiánica”, elemento indispensable para poder identificar a quien fuese a restaurar a Israel.
El cristianismo comulga perfectamente con este concepto de “espera”, e incluso con la importancia que se le debe dar a la “profecía mesiánica”, sólo que sostiene que así fue desde un principio. El judaísmo, en cambio, sólo vive esa situación desde 70 EC.
Vale aclarar que el linaje sacerdotal no se perdió. Hoy en día, desde la perspectiva tradicionalista, se sabe quiénes son descendientes directos de Aarón, y por lo mismo se sabe de dónde tiene que surgir el Mesías Sacerdotal. Claro, el detonante para que se dé la restauración religiosa será la manifestación del otro Mesías, el que permanece completamente oculto.
El cristianismo, en cambio, sostiene que siempre permaneció oculto, que ya se manifestó en Jesús, y que entonces no hay nada que esperar, salvo su segunda venida.
Llegados a este punto, es necesario empezar a hablar de lo que se entiende por “profecía mesiánica”.

3. ¿En qué sentido está profetizado el Mesías?
Nuevamente, en este punto las posturas judía y cristiana son irreconciliables. Para el judaísmo, la profecía mesiánica tiene como tema central el establecimiento del Reino Mesiánico, porque es en torno a ello que serán restaurados los linajes Mesiánicos, y los herederos de David y Aarón podrán retomar plenamente sus funciones. Si se enfatiza la llegada del Mesías de David, es porque esta va a ser el símbolo de la restauración del todo. Pero ese todo implica al otro Mesías, así como la restauración de linajes mesiánicos (es decir, la garantía de que generación tras generación seguirá habiendo herederos, y en su momento, Mesías, tanto en la Realeza como en el Sacerdocio).
En cambio, para el cristianismo la profecía mesiánica tiene como tema central a Jesús de Nazareth, único Mesías en la profecía y en la Historia. Llegado él, lo que se espera es que todo el universo se rinda ante él.
Hay que hacer un análisis de lo que el cristianismo ha considerado “profecías mesiánicas” (asunto que inicia desde los mismos Evangelios), pero dada la amplitud del tema, lo trataremos en una nota aparte. Por el momento, baste decir que estas diferencias fueron las que permitieron que el cristianismo le diera el nivel de “profecía mesiánica” a pasajes de la Biblia Hebrea que, en realidad, no lo son.

4. Hora de preguntarnos: ¿cuál es la creencia de los llamados Judíos Mesiánicos?
Cualquier conocedor de sus doctrinas ya sabe la respuesta: los Judíos Mesiánicos sólo consideran Mesías a Yehoshúa ben Yosef, porque asumen que es quien cumple las profecías mesiánicas dadas desde la antigüedad.
Con ello, implícitamente también asumen que nunca hubo variantes en lo que podemos llamar “espera mesiánica”, porque desde un principio el objeto de esa espera fue Yehoshúa, y el tema de las profecías fue Yehoshúa.
Además, asumen que la importancia del Reino Mesiánico es secundaria —por lo menos cronológicamente—, porque el Mesías Yehoshúa ya se manifestó, pero el Reino Mesiánico no. Eso implica, además, que la manifestación del Mesías Yehoshúa no implica la del Reino Mesiánico, y menos aún la restauración o consolidación del Mesianismo Sacerdotal, porque —de hecho— Yehoshúa es el verdadero Sumo Sacerdote, aunque no bajo el orden aarónico —el orden establecido por la Torá—.
Al igual que el cristianismo, los Judíos Mesiánicos esperan la consolidación del Reino Mesiánico cuando Yehoshúa regrese por segunda vez. Naturalmente, en su perspectiva está descartado que Yehoshúa restablezca las dinastías mesiánicas, o dicho de otro modo, que establezca un sistema político religioso en el que convivan dos Mesías (el Real y el Sacerdotal), que vayan heredando el rango mesiánico a sus descendientes.

Resumiendo: los llamados Judíos Mesiánicos comulgan con el concepto cristiano, no con el concepto judío.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Isaías 53: ¿Jesús profetizado?

EL SIERVO DEL SEÑOR
(EVED ADON-I)
Un análisis de Isaías 53

El capítulo 53 del profeta Isaías es crucial en la controversia judeo-cristiana sobre la identidad de Jesús de Nazareth como Mesías.
Para el cristianismo, de aquí se deduce la idea fundamental del Mesías Sufriente (idea recuperada de la tradición apocalíptica sostenida, principalmente, por la secta Esenia-Qumranita en las décadas previas a la vida de Jesús de Nazareth).
En el presente texto, me propongo dejar en claro los siguientes puntos:
1. Por qué es un hecho que este texto no habla del Mesías.
2. Por qué es un hecho que este texto no habla de Jesús.
3. Por qué es un hecho que este texto habla de Israel.

I. ¿Existe un Mesías Sufriente?

Cierto: hay evidencia para sustentar que el judaísmo previo a Jesús de Nazareth desarrolló la idea de un Mesías Sufriente. Sin embargo, hay que tomar en cuenta dos aspectos básicos referentes a esta idea.
El primero de ellos es que se trato de una doctrina tardía, heterodoxa, atípica y minoritaria.
El segundo, que fue sustentada como parte de un corpus doctrinal que, en su integridad, es rechazado por el cristianismo.

1. La doctrina del Mesías Sufriente.

Esta doctrina ha sido sostenida por dos grupos a lo largo de la Historia: los de tendencia apocalíptica en la antigua Judea, y el cristianismo. En términos generales, coinciden en un aspecto: las Escrituras Hebreas hablan de un Ungido (Mashiaj, en hebreo) que funge un rol en el esquema de la Redención por medio de sus sufrimientos.
El único texto que aborda este tema es, precisamente, Isaías 53.
Una cosa es definitiva: la doctrina es tardía. No se dispone de ningún tipo de evidencia que sustente que esta creencia existió antes del siglo I AEC.
Independientemente de la fecha que aceptemos para la redacción de Isaías 53 (siglo VIII AEC según los tradicionalistas, o siglo VI AEC según la crítica bíblica), una cosa es definitiva: Isaías 53 jamás usa el término “Mesías Sufriente” para referirse al indiscutible protagonista de una amplia sección que abarca los capítulos 40-55: el Siervo del Señor (Aved Adon-i).
Esta condición tardía de dicha doctrina va de la mano con otro dato plenamente verificable: la idea de un Mesías Sufriente surge dentro del pensamiento apocalíptico, y este tuvo su inicio y desarrollo a partir del siglo II AEC, especialmente a partir de la elaboración del libro de Daniel (hacia 164 AEC), en el cual —de todos modos— nunca se menciona un Mesías Sufriente.
Lo más factible es que la idea de un Mesías Sufriente se haya consolidado en el siglo I AEC, y apenas fue retomada por la tradición rabínica en el siglo II (especialmente en los ambientes místicos que luego darían forma a la Kabbalah), lo que permitió una leve inclusión en algunas secciones talmúdicas (entre los siglos II y V EC).
Esto significa que dicha idea nunca fue parte esencial del judaísmo antiguo, debido a que la idea bíblica del mesianismo es muy simple. Mesías significa, literalmente, Ungido, y es un tecnicismo que se le aplica a dos personajes bien definidos: el Rey y el Sumo Sacerdote. La razón es obvia: cuando la persona elegida para ejercer el cargo iniciaba funciones (generalmente, tras la muerte de quien lo venía ejerciendo), era uncido con un aceite de manufactura especial (los modelos bíblicos los encontramos en Éxodo 29.5-7 para el Sumo Sacerdote, y I Samuel 10.1 para el rey). Luego entonces, se convertían en “ungidos”.
No hay, por lo tanto, misterios respecto a lo que significa ser Mesías, ni respecto al modo en el que una persona viene a ser un Mesías.
En cambio, no hay ninguna aclaración similar respecto a un supuesto Mesías Sufriente (incluso, llevando el tema a sus últimas consecuencias, la Torá —base del judaísmo— sólo menciona explícitamente al Mesías Sacerdotal, no al Mesías Rey).
En cambio, hay otro detalle que refuerza la naturaleza heterodoxa de esta doctrina: el Mesías Sufriente es, en la tradición judía, el Mashiaj ben Yosef (el Mesías de las Tribus de Yosef). En el judaísmo tradicionalista, los linajes mesiánicos están perfectamente definidos: el Sumo Sacerdocio corresponde a la tribu de Levi, y el Rey corresponde a la tribu de Yehudah. En estricto, la Torá jamás habla de un Mesías de las tribus de Menashé o Ephraim (los hijos de Yosef).
Por ello, no sorprende que en Isaías 53 JAMÁS SE HAGA USO DEL TÉRMINO “MESÍAS”. Incluso, en todo el pasaje de Isaías 40-55, sólo una vez se menciona a un rey con el término “Mesías”, y se trata de Ciro el Persa (Isaías 45.1), lo cual refuerza la idea expuesta anteriormente, de que el término Mesías es apenas un tecnicismo para referirse a alguien que ha sido uncido para ejercer un oficio de autoridad.
La idea de Mesías Sufriente sólo podía consolidarse en el contexto del pensamiento apocalíptico, ya que esta perspectiva fue la que planteó la perspectiva de que la Historia habría de concluir de modo dramático y catastrófico, específicamente en el contexto de una guerra final que confrontara a los Hijos de la Luz con los Hijos de las Tinieblas.
Como está sobradamente comprobado, esta ideología se consolidó a partir del año 167 AEC, cuando inició la sublevación Macabea contra Antíoco IV Epífanes, emperador Seléucida, y el primer gran producto literario de esta tendencia fue el libro de Daniel, escrito hacia 164 AEC.
Estos datos corroboran el hecho de que la doctrina del Mesías Sufriente fue atípica, heterodoxa y minoritaria, ya que sólo se ha encontrado evidencia documental de la misma en algunos pasajes de ciertos Rollos del Mar Muerto, que fueron la biblioteca de la comunidad Esenia-Qumranita (las escasas referencias sugieren que aún entre los Esenios no fue una doctrina de aceptación mayoritaria).

En resumen: no hay ningún sustento en la Torá para hablar de un Mesías (Ungido) proveniente de las tribus de Yosef y que debiera ejercer un ministerio sufriente. Si a eso añadimos que Isaías 53 jamás usa la palabra Mesías (Ungido), la idea más simple es esta: Isaías 53 no habla de ningún Mesías.
Si el judaísmo llegó a identificar al Siervo del Señor (el protagonista de Isaías 40-55) como un Mesías Sufriente, sólo fue tardíamente y en círculos minoritarios.

2. Mencionamos, además, que la doctrina completa del Mesías Sufriente nunca fue aceptada por el cristianismo de manera íntegra (y, vale decirlo, tampoco por los llamados Judíos Mesiánicos).
La doctrina original, como ya mencionamos, se desarrolló en el medio apocalíptico, y hay que visualizarla entonces de modo completo.
Según el pensamiento apocalíptico, el Mesías Sufriente provendría de las tribus de Yosef (como ya lo señalamos), y su sufrimiento habría de darse en un marco escatológico, lo que quiere decir que su ministerio habría de ser parte del Fin de los Tiempos. ¿Cuál era el acontecimiento esencial del Fin de los Tiempos? La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, misma que habría de verificarse en un levantamiento contra el Imperio Romano.
Como parte de la preparación para ese levantamiento, el grupo que se autodenominaba el “Verdadero Israel” o la “Nueva Alianza” (identificado hasta la fecha como los Esenios-Qumranitas) desarrolló una serie de prácticas radicales, lo mismo que de doctrinas extremas, como la autoridad absoluta de los Tzadokim (saduceos, aunque de la tendencia disidente que fue el movimiento Esenio).
El cristianismo aceptó a Jesús como el Mesías Sufriente, pero de ningún modo le concedió la autoridad total a los Saduceos disidentes, ni pregonaron que la muerte de Jesús fuese parte del proceso para levantar a Judea contra Roma, y ni siquiera se percataron que la tradición judía identificaba al Mesías Sufriente con la tribu de Yosef.
Veámoslo entonces de este modo: si se quiere apelar a que el judaísmo previo a Jesús ya hablaba de un Mesías Sufriente, entonces tomemos en cuenta TODA la doctrina del Mesías Sufriente, y no sólo una parte.
Por la naturaleza de dicha doctrina, ni cristianos ni Judíos Mesiánicos la toman en cuenta de manera íntegra. Sólo aquello que se ajusta a sus propias ideas.

II. ¿Podría identificarse a Jesús con el Mesías Sufriente?

No.
La primera razón es simple: el Mesías Sufriente, de acuerdo a la doctrina original judía, es el Mashiaj ben Yosef, o Mesías de las tribus de Yosef. De acuerdo a los Evangelios, Jesús fue descendiente directo del Rey David, y en consecuencia, del linaje de la tribu de Yehudah. Por lo tanto, no califica para ser el Mashiaj ben Yosef.
De hecho, esto evidencia la contradicción intrínseca de la idea de Jesús como Mesías Sufriente: en la tradición judía —pasando por alto lo tardío, heterodoxo y minoritario— los Mesías de Yehudah y Yosef son diferentes. Uno es el Mesías Rey, el otro el Sufriente. Y los evangelios de Mateo y Lucas hacen todo lo posible por presentar a Jesús como el Mesías de Yehudah, al proponernos dos genealogías que lo vinculan con el rey David (pasemos por alto que ambas genealogías son totalmente contradictorias).
Luego entonces, queda descartado que Jesús pueda ser el Mashiaj ben Yosef (a menos que algún ingenuo proponga que “ben Yosef” no se debe referir al linaje, sino al nombre de su padre; imposible, porque de haber sido parte del linaje de David, Yosef —el padre de Jesús— debió ser identificado también como Mashiaj ben David, y ese habría sido el título que heredaría a Jesús).
Pero hay más razones para no poder asociar a Jesús con el Siervo de Isaías 53.
Dejemos por alto la fragilidad del concepto de Mesías Sufriente, y contrastemos tres características del protagonista del capítulo que nos interesa, con lo que los Evangelios dicen sobre Jesús:
1. “…no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos”. Isaías 53.2
Esa no es la imagen que los Evangelios presentan sobre Jesús. Lucas 2.52 nos dice que Jesús “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con D-os y los hombres”. Juan, por su parte, nos dice que unos alguaciles dijeron de él “jamás hombre alguno ha hablado como este hombre”.
Se argumenta que la descripción de Isaías 53.2 corresponde al Jesús martirizado, pero eso es ilógico de acuerdo a la estructura del texto. El versículo referido nos habla de las características propias del Siervo, no de una etapa concreta de su ministerio. En cambio, los Evangelios siempre presentan a Jesús como alguien cuya presencia impacta, reta, e incluso, apabulla a sus contrincantes.
Todo lo contrario a lo que dice Isaías 53.
2. “Angustiado él y afligido, no abrió su boca…” Isaías 53.7
Curiosamente, los Evangelios se obstinan en presentar a un Jesús con aplomo e íntegro en todo el proceso de su pasión. Nuevamente, se argumenta que en Gethsemaní, antes de su arresto, Jesús vivió un momento de angustia, y que ante Poncio Pilatos hubo un momento en el que guardó silencio por las acusaciones.
Pero regresemos al sentido obvio del texto de Isaías: allí no dice que el Siervo padecería UN MOMENTO de angustia y OTRO de silencio. Por el contrario: la angustia y el silencio son características EXISTENCIALES del Siervo durante todo el proceso de ser “llevado al matadero“. En cambio, Jesús con su aplomo pudo retar verbalmente tanto a Caifás como a Poncio Pilato, y todavía decir las célebres “Siete Palabras” (o Frases) en la cruz, cuando el texto de Isaías agrega que el Siervo “enmudeció y no abrió su boca”. Y es un hecho que Jesús no se quedó callado.
Nuevamente, todo lo contrario a lo que dice Isaías 53.
3. “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte”.
Esta es la peor de todas: Jesús fue ejecutado con los impíos, pero sepultado como rico, según los Evangelios. Exactamente ¡al revés! De cómo está indicado en Isaías 53. Las pruebas las dan los Evangelios: según Lucas 23.32-33 (y paralelos), Jesús fue crucificado y murió entre dos malhechores; y según Lucas 23.50-53 (y paralelos), fue sepultado en la propiedad de un hombres distinguido, José de Arimatea. Pero Isaías dice que la sepultura tenía que disponerse con los impíos, y la muerte con los ricos.
Nada de eso se cumple en Jesús.

En resumen: los Evangelios presentan a Jesús como el Mesías del linaje de David (de la tribu de Yehudah), y nos relatan como fue una persona de personalidad sumamente atractiva y carismática. Además, aclaran que al ser sentenciado a muerte y ejecutado en la cruz, si bien pasó momentos de duda y silencio, mantuvo el aplomo completo y confrontó a sus acusadores y ejecutores. Fue crucificado entre dos maleantes, pero sepultado en la propiedad de un aristócrata.
Todo lo contrario a lo que dice Isaías 53 sobre el Siervo del Señor.
Peor aún: todo lo contrario a lo que la doctrina del Mesías Sufriente —minoritaria y heterodoxa, además— dice sobre el Mesías Sufriente, que debía ser de las tribus de Yosef.
La conclusión es simple: Jesús de Nazareth no puede ser identificado como el Mesías Sufriente.

III. ¿Por qué decimos que Israel es el Siervo del Señor?

Por la razón más simple, hablando de exégesis bíblica: porque el mismo texto lo dice.
El tema del Siervo del Señor no es exclusivo de Isaías 53, sino que aparece en toda la sección que comprende los capítulos 40-55, elaborados durante la época de la restauración de Judea, posterior a los años de exilio en Babilonia (la mención de Ciro el Persa en Isaías 45.1 nos permite fechar esta sección de Isaías en los años posteriores al 539 AEC, cuando Ciro se impuso como emperador en Babilonia y empezó la política de tolerancia hacia los judíos, misma que permitió que la nación fuese reconstruida).
Los biblistas han identificado cuatro pasajes que han sido llamados los “Cuatro Cantos del Siervo”, y corresponden a Isaías 42.1-9; 49.1-7; 50.4-11; y 52.13-53.12
Hagamos, entonces, un ejercicio coherente de interpretación, y tomemos en cuenta todas las referencias al Siervo del Señor para dejar en claro su identidad. Con ese objetivo, cito tres pasajes claves:
1. “¿Quién es ciego, sino mi Siervo? ¿Quién es sordo, como mi mensajero que envié? ¿Quién es ciego como mi escogido y ciego como el Siervo del Señor?” Isaías 42.19
2. “Y me dijo: mi Siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré” Isaías 49.3
3. “Así ha dicho el Señor, Redentor de Israel, el Santo suyo, al menospreciado de alma, al abominado de las naciones, al siervo de los tiranos: verán reyes, y se levantarán príncipes, y adorarán por el Señor; porque fiel es el Santo de Israel, el cual te escogió”. Isaías 49.7
El primer pasaje citado refiere dos características del Siervo del Señor que ningún cristiano aceptaría en Jesús: ciego y sordo. Y el reto de coherencia es este: si se quiere insistir en que Jesús es el Siervo en Isaías 53, entonces también lo es en Isaías 42. Por lo tanto, se deduce que Jesús fue un necio: ciego y sordo ante el llamado de D-os. Si, en contraparte, se rechaza que Isaías 42 hable de Jesús, se rechaza entonces que Isaías 53 lo haga también.
Un correcto trabajo exegético no permite aplicar arbitrariamente los criterios de interpretación.
Por su parte, el tercer pasaje es el vínculo evidente con Isaías 53, al hablar del “menospreciado de alma” y “abominado de las naciones”. Es muy obvio, contundentemente claro, que en este versículo ya está prefigurada la imagen trágica del Siervo del Señor que luego se detalla en Isaías 53. Así que no pueden quedar dudas respecto a que estamos hablando de la misma persona (si acaso es persona).
Dejo para el final el segundo pasaje referido, que no deja dudas respecto a la identidad del Siervo: “Mi Siervo eres, oh Israel…”
¿Por qué afirmamos que el Siervo del Señor es Israel?
Porque así lo dice el libro de Isaías.
Por más que se argumente que algunos grupos marginales del judaísmo del siglo I AEC y posteriores vieron en Isaías 53 a un Mesías Sufriente, no se puede imponer este criterio —menos aún, siendo minoritario— a la evidencia clara dada por el propio texto bíblico: el Siervo del Señor del que habla Isaías es el pueblo de Israel.
Dicho de otro modo: Isaías 53 habla de Israel.
No del Mesías.
Menos aún de un Mesías Sufriente.
Y menos aún de Jesús de Nazareth.
A la evidencia bíblica nos hemos remitido.

Presentación

¿Cuál es el problema con el judaísmo mesiánico?
Naturalmente, no me interesa cuestionar la legitimidad de que cada quien crea lo que quiera. A fin de cuentas, yo creo en lo que quiero creer. Me tomo esa libertad y, por lo mismo, la respeto en los demás.
Pero hay algo que no me parece correcto: la pretensión de un grupo de ser la perspectiva correcta del judaísmo. Especialmente cuando se trata de un grupo cristiano.
En el presente blog voy a exponer las razones del por qué el llamado Judaísmo Mesiánico es, sin más ni más, cristianismo y no judaísmo.
Voy a exponer por qué, del mismo modo, su actitud y postura implican la idea de que son el judaísmo correcto, en detrimento de los otros modos de judaísmo.
Además, voy a exponer por qué la creencia en Yehoshúa ben Yosef como Mashiaj es incompatible con el judaísmo verdadero.
Finalmente, voy a explicar por qué Saúl de Tarso (el apóstol Pablo) es todavía más incompatible con el judaísmo, y porque el Nuevo Testamento es un texto del todo ajeno a la espiritualidad judía, toda vez que se trata del patrimonio espiritual por excelencia del cristianismo.
Supongo que muchos practicantes o defensores del judaísmo mesiánico tendrán objeciones. Y me parece que los espacios para las notas y comentarios son reducidos. A quienes quieran discutir con franqueza cada tema que toque, les sugiero escribirme a la dirección arvinka@yahoo.com.mx, y exponer allí toda la argumentación posible. Y poner como comentario en el blog sólo el resumen del tema.
Mi interés es exponer el punto de vista judío, así que me comprometo a que todas las objeciones que me envíen, recibirán puntual respuesta como notas del blog.
Que quede claro algo: el objetivo no es ser complaciente. Se trata de confrontar el hecho simple de qué tanta verdad o falsedad hay en creer o rechazar a Yehoshúa como el Mashiaj.
Mi postura es, de antemano, clara: lo rechazo.
Y en el blog iré explicando paso a paso por qué.